miércoles, 19 de abril de 2017

La otra cara de la luna III

Diego, después de casi tres años de penurias, por fin sentía algo muy parecido a la felicidad. Separado, en paro, sobreviviendo a base de chapuzas aquí y allá. Lo único que poseía era un pequeño piso en propiedad legado por sus padres el cual, al no tener hijos, había podido conservar tras el tormentoso divorcio

¡Por fin un empleo! Esa oferta de trabajo era el fruto de tanto esfuerzo, de tantos currículums entregados en mano y por todas las vías posibles. Ni siquiera le importó tener que desplazarse, volvería a casa en vacaciones así que no lo pensó mucho, hizo el equipaje imprescindible, cerro su pequeña vivienda en propiedad y cogió su coche para ponerse en camino. La inmensa ilusión hicieron parecer un suspiro los más de 1.000 kilómetros que tuvo que recorrer.

Llegó la Navidad y pudo por fin descansar unos días, volvió a su casa para disfrutar de aquellas merecidas vacaciones y reencontrarse con su familia y amigos de toda la vida. El cambio era evidente, incluso parecía haber rejuvenecido a pesar del duro trabajo. La noche del primero de enero marchó de nuevo, feliz por los días pasados, el camino volvió a hacerse corto pensando en lo cerca que estaba la Semana Santa en que volvería a casa, con su gente.

No hacia aun tres semanas que se había reincorporado a su puesto de trabajo, cuando recibió unos inquietantes mensajes de una vecina y amiga,  de su mismo rellano, le preguntaba cuando había vuelto a casa o si más bien había alquilado su piso. Siendo posible que hubiera alquilado el piso la mujer no había querido molestar a los nuevos habitantes así que optó por preguntarle a él.

La, por todos conocida, situación del barrio, disparó todas las alarmas en Diego, de inmediato habló con su jefe solicitando un permiso de urgencia, era viernes y solo perdería un día, el lunes estaría de vuelta. Cogió el coche conduciendo sin descanso de vuelta a casa ¿cómo si no arreglar tan rocambolesca situación a tantos kilómetros de su casa? 

Llegó a su residencia al caer la noche, buscó a su vecina y amiga justo antes de intentar entrar en su casa. Y en eso quedó, en un intento, alguien había cambiado la cerradura. Llamaron a la puerta y salio un individuo con muy malas formas y peor vocabulario, esperaba que viniera la policía, no el propietario, eso no entraba dentro del guión que le habían preparado aquellos que le enseñaron concienzudamente como vivir a costa de los demás. Indignado fue el mismo ocupa quien llamó a la policía, Diego estaba fuera de si, había llegado a vislumbrar por el resquicio de la puerta como habían desaparecido algunos enseres del recibidor, al final del pasillo, en la sala, podían verse un par de fardos que bien podían ser sus pertenencias o de los ocupantes... decidió esperar a la policía y entrar por fin en su casa.

Los agentes no tardaron en llegar, atados de pies y manos por las leyes de este país, toda su autoridad consistía en identificar a los ocupantes de la vivienda y pedir al propietario que se marchara y pusiera una denuncia en el juzgado.

¿Cómo? exclamó Diego al límite de su paciencia. Con el ocupa apoyándose insolente en el dintel de la puerta y la policía sin poder hacer mucho más allá de identificar al ocupa e intentar calmar los ánimos, Diego perdió el control, empujó al delincuente que ocupaba su vivienda intentando entrar por la fuerza, las autoridades allí presentes se vieron en la obligación de detenerlo. 

Y así quedó la cosa, Digo resultó detenido y paso aquella noche del viernes en comisaría. El ocupa, residente de pleno derecho en vivienda ajena.

El sufrimiento de Diego es indescriptible, además de asumir los gastos de trabajar desplazado lejos de su hogar ahora tiene la carga de adeudar los suministros consumidos por su ocupa, acogido a la asistencia social y a la ley de pobreza energética, de tener noticias de los daños que viene ocasionando el usurpador de su propiedad tanto a la vivienda como al resto de la comunidad de vecinos y que acabarán, como no, corriendo de su cuenta. Y si esto parece poco, está a la espera de dos juicios, uno por haber intentado entrar en su propia casa y otro para intentar recuperar su vivienda, debe costear abogado y procurador para ambas causas.

Dado que es un caso aún en curso, es de esperar que cuando llegue el día en que la justicia por fin haga honor a su nombre, los habituales antidesahucios se abstengan de intervenir para impedirlo. Si lo hacen, una vez más, serán los únicos y últimos responsables de alargar la agonía y sufrimientos de Diego. 

Una triste foto propagandística no vale ese precio.





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