María, 78 años, viuda. Vive sola, porque si, porque toda su vida a sido una luchadora a la que nadie a regalado nada.
Se casó, trabajó, tuvo hijos y siguió trabajando, como y donde pudo, además de en su casa. Su casa, esa que le costó sangre, sudor y lágrimas. Y renuncias, muchas renuncias. Renunció a caprichos, a vacaciones, a todo. Por sus hijos y por su casa, esa que le daría cobijo sin preocupaciones cuando la edad ya no le permitiera doblar la espalda.
Enviudó, los hijos se habían marchado hacía años, y a pesar de la paupérrima pensión de viudedad, algo más de 600 euros, se puede decir que vivía feliz, autosuficiente, tranquila.
Pero los años no pasan en balde y a sus años, algo tan sencillo como entrar y salir de su casa, se había convertido en toda una tortura. Un quinto sin ascensor no había sido pensado para sus maltrechas piernas ni para su espalda vencida por el peso del trabajo y los años.
Un buen día, junto con sus hijos, tomaron la decisión que le devolvería la tan perseguida libertad y la autosuficiencia necesaria para continuar viviendo sola. Alquilaría su piso y con los ingresos extras podría a su vez alquilar una vivienda más adecuada a sus circunstancias.
Aparentemente todo fue bien, el nuevo habitante de su preciado piso depositó la correspondiente fianza y comenzó a pagar sus recibos con más o menos puntualidad.
María se mudó, un coqueto piso en una planta baja, en su mismo barrio, cerca de sus amistades y de sus rutinas diarias, bastante más pequeño que el suyo pero no necesitaba más. Incluso se podía permitir ayudar muy de vez en cuando a sus hijos, azotados por la crisis o hacer algún pequeño regalo a sus nietos. Por fin volvía a sonreir.
Esa felicidad apenas duró 4 meses.
El inquilino, aquejado de alguna supuesta minusvalía, descubrió de manera fortuita que era todo un privilegiado. No solo seguiría disfrutando de su paga por alcoholismo de algo más de 1.000 euros mensuales, a partir de ahora, nunca más debería destinar ni un solo euro a costearse una vivienda, ni a pagar los suministros consumidos. No cabía en si de felicidad, alguien le explicó paso a paso todo lo que debía hacer y decir y él, se dejó llevar, le juraron apoyarle bajo cualquier circunstancia, que jamás le soltarían de la mano y que la vida, pero sobretodo el sistema, nunca volverían a ser injustos con él. Tomás, así se llamaba el inquilino, con una sonrisa que hacía brillar su ajado rostro, solo era capaz de sentir en su cabeza los cálculos sobre cuánto vino y tabaco podría comprar con todo lo que se iba a ahorrar a partir de ahora.
Y llegó el mayor calvario de los que había tenido que sufrir María a lo largo de su azarosa vida.
El primer mes que su inquilino no cumplió con el pago del alquiler, recibió por explicación un ingreso hospitalario de urgencias.
El segundo mes la excusa fue la larga convalecencia.
María sufría con todo ello pero para ella era vital cobrar puntualmente todos los meses, no quería decir nada a sus hijos y preocuparlos. Empezó a cubrir su propio alquiler con los escasos ahorros de que disponía.
El tercer mes, el séptimo en que Tomás disfrutaba de su nueva vivienda, dejó de abrirle la puerta a María. El primer día porque se encontraba en cama bajo los efluvios del alcohol, el segundo porque tenía resaca, el tercero porque no quiso, sin más. Las charlas a las que acudía, muy de vez en cuando porque prefería asistir al bar, le estaban proporcionando unas alas de dimensiones considerables y solo pensaba ¿de verdad cree esa vieja loca que pienso pagar por disfrutar de mi derecho a una vivienda digna? Es mi derecho y ella es una especuladora por querer sacarme dinero a mi con su propiedad. ¡ A mi !
Y María recibió el primer recibo impagado de luz, ella que pagaba 60 euros por su escaso consumo, a costa de no poner estufas, de apagar luces, de poner la tele solo un poquito por las noches. Debía hacer frente a un recibo de 118 euros de su inquilino.
Y María recibió el primer recibo impagado de agua, el de su consumo apenas 34 euros, el impagado de su inquilino de 64. Ella que incluso reciclaba el agua de los aclarados de la lavadora para el inodoro, o para fregar el suelo, o la acera delante de su casa...
Tomás, gracias a sus asesores, se había acogido a la ley de pobreza energética que impedía el corte del suministro. María, como propietaria, veía crecer sus deudas cada dos meses, cuando llegaban impagados los recibos.
El octavo mes, con ayuda de sus hijos, decidió al fin tomar medidas. María acababa de recibir un aviso de desahucio inminente por no hacer frente a su propio alquiler. Su pequeña planta baja era propiedad de un banco respaldada por un potente despacho de abogados. No cabía réplica, o pagaba o se iba.
De entrada acudieron a servicios sociales pidiendo ayuda, lo único que les ofrecieron fue un servicio de mediación. Y un mediador fue a ver al inquilino, y un día no le abrió la puerta, igual que hacía con Maria, y otro día que lo encontraron bajando la escalera dijo que no, que no había nada que hablar ni mediar, que el tenía sus derechos. Y hasta aquí llegó la ayuda.
Uno de sus hijos se vio obligado a pedir un préstamo personal, para cubrir las deudas de alquiler de su madre y paralizar el desahucio mientras recuperaba su casa, y para poder pagar abogados y procuradores que sacaran de su vivienda al inquilino moroso, al ocupa, Tomás.
Entre unas cosas y otras pasaron casi dos años, y llegó el día en que por fin un juzgado ordenó el desahucio de su vivienda, un enorme peso quería escapar del pecho de María pero no acaba de creerse nada, había perdido la fe en todo y en todos. Y no erraba...
Aquella mañana, tal y como le habían indicado sus asesores, Tomas se atrincheró en su casa. Abajo el juez, la secretaria del juzgado, los mossos de esquadra, y en la misma puerta un nutrido y variopinto grupo, con camisetas distintivas y diversas, increpando a los presentes para hacer cumplir la ley y la justicia.
Matías feliz, sus nuevos amigos no lo habían defraudado, le hicieron fotos con sus iPhone último modelo, fotos que corrieron como la pólvora por las redes sociales, habían detenido otro deshaucios injusto y todos se felicitaban por ello.
María lloró aquella tarde, lloró de rabia, lloró de pena, lloró de impotencia, lloró de desamparo, lloró hasta quedarse sin lágrimas. Hasta dormirse agotada por el llanto.
Aún tuvieron que pasar varias semanas hasta que el desahucio pudo hacerse efectivo, un día en que ninguno de los amigos de Tomás dio señales de vida, ya habían obtenido lo que buscaban, la foto de un triunfo y las declaraciones de una supuesta víctima del sistema.
Los expertos en marketing saben bien que dos veces la misma foto no es efectiva, que si se abusa de un producto pierde efectividad. Hay que innovar o morir y han encontrado una brecha perfecta en la que crecer, no van malograr su particular gallina de los huevos de oro.
María finalmente recuperó su casa, aquella en la que le resulta imposible vivir. Ahora menos que antes por los enormes destrozos encontrados, ya no hay muebles, ni sanitarios, ni la mitad de las puertas o cristales de las ventanas. Ella ha perdido su fe en la humanidad, su casa, o lo que queda de ella, está cerrada a cal y canto, vigilada por los vecinos que no quieren volver a sufrir otro ocupa, que ya vivieron su particular calvario sufriendo ruidos, golpes, orines en el portal, interfonos destrozados y un largo etcétera.
Ella, sumida en una profunda depresión que seguramente ya no la abandone en lo que le resta de vida, marchó a una residencia que costea con su pequeña pensión y las aportaciones de sus hijos.
Nunca quiso ser una carga, solo quería morir en paz en algún lugar al que llamar su casa. El último sueño perdido por el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario